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Ana María y El Renco. Capítulo II

  • Raymond Sánchez.
  • 25 mar 2017
  • 12 Min. de lectura

Capítulo II.

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— En el nombre del padre, del hijo y del espíritu santo —

— Amén —

Domingo 20 de febrero. Juticalpa, Olancho.

Casi mediodía en la ciudad y al unísono con el mantra del sacerdote, el campanario por medio de once repiques avisaba a los feligreses el inicio de la misa dominical en una mañana que pintaba el cielo de gris opaco, poco común en esa zona olanchana, amenazando incluso la salida del servicio con un puñado de nubes negras cubriendo el cielo cual gigantesco pañuelo de seda envolviendo las engalanadas callecitas empedradas que marcaban el camino al templo.

Aquella imponente obra de arquitectura, proyectada por el constructor Hipólito Estrada y terminada por el arquitecto Enrique Cañas, estaba ornada de dos sendos marcos en ambos lados y embestida por dos torres de claro estilo español. En una de ellas, se marcaba el ritmo del tiempo, al compás del reloj que fuera donado por Don Juan Vilardebó y su esposa Irene Güell, agradecidos por la hospitalidad que esa ciudad les había brindado desde su llegada de España. En la segunda torre del lado derecho, posaba despampanante la campana, que con sus valientes gritos al aire les recordaba a los pobladores que "la sabiduría empieza con el temor a Dios."

Un cuarto de hora más tarde, él, luciendo un par de zapatos de charol, pantalón color caqui marcado por finas líneas y una guayabera color blanco con etiqueta de alguna marca extranjera, iba acompañado por ella. Ella, quien con un pañuelo fino de seda variado en colores, se cubría un cabello encanecido. Elegante y cubierta con un vestido blanco de algodón muy bien planchado y cintura fruncida por un cinturón ancho de color negro, calzaba un par de tacones. Todo esto, coronado por una sonrisa fingida que en algo maquillaba el bochornoso momento de haber llegado tarde al servicio.

Caminando con los brazos entrelazados, mostrando al mundo lo férreo de su vínculo, hacía entrada a iglesia el matrimonio Torres-Laínez en ceremonioso silencio, marcando rápido paso hacia sus butacas en primera fila, mismas que nadie osaba ocupar y que habían sido asignadas por generaciones a la familia más connotada de la ciudad. Las circunstancias y el contexto social de la época les habían hecho heredar esos privilegios de forma directa por las donaciones de diez pesos semanales que hicieron puntualmente sus antepasados a la antigua parroquia de láminas como colaboración para la construcción de la hoy flamante Catedral, Inmaculada Concepción. Todos habían cooperado. La clase media con cinco pesos y el obrero más pobre con tres, hasta lograr en comunión tan bella obra de arte.

Una vez acomodados y previa venia del señor Torres, comienza el servicio el padre Roger.

— Buenos días tengan todos —

Roger Becker era el flamante nuevo párroco del lugar, quien había sido transferido desde una misión belga a Juticalpa para reemplazar al clérigo que por más de treinta años había servido a la congregación bajo el mando de su superior, Monseñor Nicolás D Asensio.

De rasgos finos, ojos profundos (y según algunos, secreto simpatizante de la revolución cubana) el nuevo sacerdote dejaba entrever ciertos valores sociales e incluso políticos que contrastaban profundamente con los conservadores feligreses que desconfiados, le habían recibido hace unos meses atrás.

— Queridos hermanos, mientras preparaba el servicio de hoy, recibía a la vez ciertas noticias provenientes de la ciudad capital y sólo un pensamiento rondaba mi mente: ¿Cómo sería el mundo si la justicia fuera justa? — Interpelaba a los presentes el joven padre, en un tono de voz acorde a la pregunta.

Voz que hacía eco en las hermosas paredes decoradas de la iglesia, y que inhalando profundo antes de proseguir, frente la mirada atónita de los asistentes que por las ventanas semi abiertas, respiraban el aroma del las flores que la suave brisa matutina transportaba desde el parque central a un costado del templo.

Luego de una pequeña pausa, a modo de apesadumbrada reflexión, continuó: — ¿Es acaso ajeno a ustedes mis hermanos, el sufrimiento de nuestros campesinos? Es tan importante respetar sus legados pues gracias a ellos, tenemos los granos y productos básicos tan ricos y bendecidos llenando nuestras mesas. —Prosiguió. Los ricos son muy pocos, la clase media se derrumba y el pobre lo soporta todo. Porque digo esto, se preguntarán algunos. —Lo sé — Es simple y sencillo: me embarga la tristeza al contemplar cómo los campesinos día tras día siguen siendo despojados de sus tierras.

—Oremos. Dijo en tono cabizbajo, alzando los brazos mientras se oía a los feligreses ponerse de pie para continuar el rito entre miradas furtivas y murmullos que no daban crédito a lo oído esa mañana.

En la parte de atrás, en las últimas bancas siempre reservadas para las familias más humildes de la ciudad, donde el aroma a incienso se diluía, una niña pequeña jugaba a imaginar vidas de otras eras, observando en silencio los grandiosos vitrales y esculturas del cóncavo cielo y el precioso altar decorado con al menos diez libras fundidas en oro. Si bien, no era una basílica imponente, para ella, era lo más majestuoso que tal vez vería en su vida.

— ¿Mami, podemos sentarnos allá enfrente la próxima vez? Señalaba con su índice mostrando su mano y muñeca descubierta con orgullo para que todos pudiesen apreciar una pulserita bordada de colores azul y blanco, que le había hecho su padre dentro del presidio, en donde se encontraba purgando una sentencia de tres años por haber intentado cultivar en tierras de un terrateniente. –Ahí, donde está la señora de sombrero grande – ¡No mija! Ese lugar es de los patrones, aquí estamos bien...

— In nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti. Hermanos, pueden ir en la paz del Señor—

A diez minutos pasados las doce del mediodía, salían de la iglesia, nuevamente del brazo, doña Josefina Laínez y su esposo, el empresario y dueño de una factoría textil, don Ignacio Torres. De profesión abogado, era un hombre emprendedor, que había sido criado por su madre soltera, la señora Clementina del Carmen Torres, heredera de la hacienda Los Pinares.

Apenas habían caminado unos dos metros de la puerta, observaron como un grupo de personas compuesto también de policías, curiosos y un par de periodistas apuntándolos con sus flashes, se abalanzaban sobre ellos sólo fotografiándoles, sin hacer preguntas.

Don Ignacio, parado de forma imponente con un sombrero negro decorado con una cinta blanca y una pluma que parecía de un ave exótica, en su mano izquierda, abrazó a su esposa quien bajaba la mirada para disimular. ¡Por dios Ignacio, que ocurre! — Preguntaba angustiada doña Josefina, cubriéndose el rostro con el antebrazo.

Tranquilízate mujer, regresa a la iglesia, veo el automóvil del alcalde. Averiguaré que está sucediendo. ¡Que entres mujer! — Levantó la voz el hombre por sobre el ensordecedor ruido de la muchedumbre a su alrededor, agregados todos aquellos que venían saliendo juntos de la misa.

La mujer sólo hizo el ademán de mirarle fijo a los ojos y se plantó estoica, altiva en aquel lugar. Como era de esperarse, el temperamento de doña Josefina, jamás la habría llevado a buscar refugio como mujer desvalida, sin enterarse de todo lo que estaba pasando frente a sus ojos. Sin embargo, con sólo una pequeña pero furtiva mirada, la doña le mandó clara misiva a su esposo, y éste retrocedió apaciguado.

Precisamente, al costado del templo en frente del hermoso parque central, aparcaba un coche color amarillo crema desde donde descendía el alcalde de la ciudad.

— Don Ignacio, debemos hablar — le murmura con ceremonia, por sobre el hombro, el alcalde. — Busquemos un lugar más privado por favor, se trata de su hija, Ana María. — La encontraste— susurró el hombre con los ojos perdidos en el horizonte y una pequeña sonrisa.

Cuando ambos se disponían a subir las gradas de la iglesia, Doña Josefina les enfrentó gritando — ¡Ana María, qué pasa con mi hija! ¿La encontraron? — ¡Díganme! Díganme por Dios qué está pasando. — Contéstame vos Ignacio, ¿que sucede? — Pues señora Josefina, no es éste el lugar, por favor ingresemos. — Espetó cabizbajo el alcalde, ante la mirada atónita de don Ignacio. — ¡A mí no me vengas con idioteces y formalidades Alfonso, que te conozco desde que jugábamos cuando éramos cipotes! Vos me decís lo que está ocurriendo con mi hija aquí y ahora.

— Pues señores, tengo la ingrata misión de comunicarles que su hija, la señorita Ana María Torres Laínez, ha fallecido.

Su cuerpo fue encontrado hace cuatro días, temprano en la mañana por un campesino del sector de Las Colinas, cerca del pueblo de San Vicente. En extrañas circunstancias. Su cuerpo ya está en la morgue capitalina.

Mis sinceras condolencias en nombre del pueblo, mi familia y... — ¡No! ¡Mi hija no, no, no! — Decía angustiada, mientras lloraba incontrolablemente la mujer. ¡Quiero verla por Dios, sólo quiero verla! — Gritaba mientras se desplomaba en los brazos de su marido, quien sin decir una palabra, se sostenía sollozando del alcalde para no caer de bruces ante la concurrencia consternada.

Rostros caídos, destrozados, cubiertos de asombro y de hombros encogidos, envolvían a la muchedumbre adyacente, mientras ambos padres lamentaban la terrible noticia que les caía como un rayo sobre el árbol mas frondoso y les hacía tambalear en sendos ataques de nervios dejándolos desnudos ante la fragilidad de la naturaleza humana.

— ¿Mataron a Ana María? — preguntó uno de los transeúntes. —No sé, le contestó un segundo, seguido por un cuchicheo general.

Habían perdido a su hija y como si el cielo se hubiese enterado, oscureció y la lluvia cayó a raudales en las escalinatas del templo.

Vamos a casa, dijo don Ignacio. —Yo le seguiré de cerca — respondió el alcalde con cierto tono de seguridad y protección.

Aproximadamente a quince cuadras de la Iglesia, estaba el hogar de la familia y en el trayecto el alcalde con evidente nerviosismo, pensaba en voz alta. —Tengo que decirles la verdad. No puedo ser desleal con quien no lo merece, la nobleza de esta gente para conmigo y mi familia ha sido sin duda, incondicional y ejemplar. Debo decirles todo lo que sé. —Concluyó en su reflexión pegándose un par de golpecitos en el pecho, como signo de eterna y férrea lealtad.

Arribando ya a la hacienda, ésta, imponente se mostraba desde su monumental portón de fierro forjado engalanado por el escudo familiar que cedía paso a un aparcamiento circular señalando la entrada y salida transitoria de los coches. En el centro, una extravagante fuente de agua rodeada por lirios y laureles de colores decoraban los pies de una princesa hecha de yeso que alzaba los brazos en señal de libertad, daba la bienvenida a la residencia Torres - Laínez.

La puerta de enfrente roja y dorada, que había sido traída íntegramente desde Italia, era tan excéntrica como formidable, asemejando en un grito silente: sangre y oro, familia y riqueza.

— ¡Por fin llegaron! — Irrumpía ansiosa desde un costado Gertrudis, el ama de llaves de la hacienda. Robusta y siempre de impecable delantal azul, una red ajustando su encanecido cabello y una cofia que haciendo juego con su uniforme, dejaba en claro la importancia de su labor en la casa, sostenía un enorme y elegante paraguas negro.

—Vé y ayuda al alcalde para que no se moje. Le dijo la señora Josefina a Gertrudis con la misma hosca actitud que había tenido siempre hacia la mujer de confianza de la familia. La mujer había criado a Ana María y su hermano Marco Tulio desde su nacimiento. Aún así, doña Josefina, nunca había mostrado mayor conmiseración con la mujer.

Siempre amable y de amplia sonrisa, de esas que iluminaba tormentas cuando su carcajada repicaba en algún salón, hoy ignorándolo todo, corría con la sombrilla y en forma de abrazo cubrió con la misma al señor Alcalde. — Tú tan amable como siempre Gertrudis. —Muchas gracias Alfonso, contestó ella. –Ahora apúrese y entre mijo que esta lluvia nos ha tomado a todos por sorpresa. El cielo está triste esta mañana, los dioses están enojados y el aire se respira rancio, no me gusta.

De verdad cuanto lo siento, dijo en tono afligido el alcalde. — ¿De qué habla? Es solo una tormenta, no le hagas caso a los devaneos de esta vieja loca que ya está perdiendo el juicio.

Hablo de Ana María — dijo, el edil—

En ese momento la mujer miró a su alrededor, se detuvo observando el tartamudeo y la extraña formalidad de Alfonso, los ojos llorosos de sus patrones, el silencio sepulcral de los choferes, la lluvia. Dejó caer el paraguas y el agua sobre su rostro silenció un grito ahogado que fluía desde las entrañas haciéndose cada vez más fuerte mientras salían dos palabras de sus labios: — ¡mi niña!—Luego un golpe seco en el suelo le avisaba a los que le rodeaban, que la mujer se desplomaba en el acto con el paraguas tan roto como su corazón.

Una vez en el vestíbulo y con ayuda de las sales de la señora, el mayordomo y la criada de mano intentaban recuperarla para recibir la terrible confirmación. Su niña, su chiquita se había ido para siempre.

El salón principal de la mansión, que tantas veces había recibido a los más connotados personajes de la nación, otrora llenándose de risas, música, fiestas, vino y champagne, estaba ahora transformado en una habitación silente llena de enormes y dorados sillones con brocados amarillos, alfombras traídas de la India e interminables cortinajes en cada una de las ventanas de cuatro metros de altura que lo iluminaban todo.

Ya en su interior, con toda la prudencia y empatía que la situación ameritaba, el alcalde les iba platicando del horrible hecho, intentando que con algo de cordura, se convencieran de la necesidad de aceptar y tener la misma resignación que padecían muchas familias en atención al resultado del eterno conflicto armado latente en el país, provocado por la pobreza, la injusticia y la corrupción.

Luego de un corto y forzado silencio, en un hondo suspiro proveniente de lo más profundo de su pecho, doña Josefina se encorvaba sosteniendo con una mano su corazón — ¡Dios mío, Marco Tulio! Mándenlo llamar, lo quiero fuera de ese lugar. No estoy dispuesta a perder un miembro más de esta familia, ya él es todo lo que me queda.

Sin duda alguna, cundía una tácita preocupación, pues Marco Tulio, hijo mayor de la familia Torres-Laínez, era parte importante del ejército nacional.

De carrera brillante, a sus 35 años ya era Mayor del ejército y estaba asignado al segundo batallón de infantería en la unidad Táctico Especial.

Era casi once años mayor que Ana María y quizás, tal diferencia de edad hacía de Marco Tulio uno de los pilares de la familia y a los ojos de Josefina, el más fuerte de los hermanos.

Él había recibido la fatídica notica un par de horas atrás, por lo que entró a la casa casi tirando la puerta carmín. Los miró detenidamente. Sin respiración. En silencio. Para luego correr a los brazos de su madre y se abrazaron y sufrieron juntos el dolor que embargaba el seno familiar.

Sollozos y gritos inundaron los muros por algo más de quince minutos, sollozos que poco a poco fueron cediendo en una profunda meditación.

Fue el general Gutiérrez quien me avisó — Comienza a relatar Marco con un hilo de voz — Me pidió que les informara que Ana estaba con los insurgentes, que era parte de ellos y murió en el campo.

Padre, dicen que se fue luchando... No lo comprendí en ese momento, pero mis contactos me confirmaron la noticia.

Ella era parte de la rebelión. — Sentenció Marco Tulio.

El silencio sepulcral nuevamente inundó el salón por unos minutos.

Y bueno, de que te sorprendes Josefina. Tu hija lo traía en la sangre, era idéntica a su abuela. — Murmuró don Ignacio, mirando por la ventana.

En efecto, las familias descendientes de Los Pinares, habían luchado por generaciones en contra de los malos gobiernos. Eran una familia poderosa y pilar político desde tiempos inmemoriales. Gente noble y prudente, con capacidad de amasar millones pero nunca desvinculada del bienestar de los suyos y del pueblo.

En ese momento, el alcalde observó la tensión a su alrededor, sabía el rumbo que tomaría la conversación y de inmediato hizo el ademán de ponerse de pie para retirarse, pero Josefina le hizo una señal. — Oh Alfonso por favor, mantente ahí donde estás. No hay nada de esta familia que te sea desconocido, además te puedo necesitar...

—Escúchenme ustedes familia —dijo el alcalde con las piernas entrelazadas y sus rodillas cruzadas, sosteniendo el sombrero sobre ellas, haciéndole girar en círculos con gesto de evidente preocupación y mirando de frente al señor Torres. —A ustedes les están vigilando de cerca. El ejército ha puesto en marcha un plan de vigilancia sobre todos y cada uno de sus movimientos. Un grupo de entre seis o siete hombres, según tengo entendido...

Marco, no puedo comprender que hacía Ana con esa gente, ¿la raptaron tal vez? No entiendo. — Se preguntaba doña Josefina, mirando fijamente al espejo sobre la chimenea encendida, casi ignorando la información recién entregada por el alcalde.

— Yo sí. Murmuró Gertrudis, incorporándose desde el sofá del salón. Gertrudis, era su confidente. Humilde y sencilla, de marcados rasgos casi precolombinos, había llegado muy niña a trabajar a la hacienda, decían que desde el Perú. Sin embargo, ella de su pasado no decía palabra. En realidad, Ana lo había deducido yendo a dormir cada noche con leyendas Incas e historias de Manco Capac y de cómo adorar a Inti cada mañana al despertar.

Ávida lectora de poesía y amante de la cocina, desde la partida de Ana María ya no cocinaba. A veces sólo una vez por semana para "calmar los nervios" e imaginar a su pequeña revoloteando entre las ollas. — Mamá Gert, ¿algún día me enseñarás el secreto de tus sopas? Le decía Ana saboreando sus dedos, quitando residuos de comida de su falda.

Ella sabía absolutamente todo sobre César. Conocía de la grandeza del amor que Ana sentía por él. —Él lo era todo para Ana. Ella lo amaba y yo creí fielmente en él. Nunca me demostró lo contrario.

— ¿Quién es él, de qué hablas mujer? ¿Aún estás aturdida? Le gritó doña Josefina.

— De César madre, de César — Respondió Marco en una sonrisa cómplice.

El muchacho de la universidad, dijo don Ignacio. Ese que tanto le prohibías ver Josefina. Tu hija siempre fue testaruda igual a vos.

¿Marco, el tal César murió también? — No padre, en estos momentos está retenido en el cuartel. Es por eso que me dirijo al valle a interrogarlo.

—No lo hagas, deja pasar un tiempo. Tómalo con mesura, tendrás mejor resultado. — Fueron las palabras y el consejo sabio de don Ignacio.

Luego de todo lo ocurrido, dos días después, la familia tomó la decisión de hacer el funeral de Ana María en forma privada. Solo fueron invitados los familiares y amigos cercanos. Mas, en el parque central, una veintena de jóvenes en su mayoría adolescentes, se reunían montando un altar iluminado con cientos de velas y lirios blancos, para allí depositar su respeto y admiración.

Para ellos, había muerto una hermana, una amiga, una hija del pueblo. Pero nacía en ellos una inspiración, una leyenda a seguir...



Autor:

Raymond Sánchez.

Honduras.

Edición especial y colaboración:

Simone de Rurange Braga.

Chile.

Imagen: National Geographic.



 
 
 

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